Premio Cervantes en 2010 y académica, fue una de las
grandes autoras de la posguerra y ganadora del Nadal y el Planeta
Periódico El
País 25 de Junio de 2014
La escritora
Ana María Matute, Premio Cervantes 2010, en Barcelona. / JOSEP LAGO (AFP)
La escritora Ana María Matute, premio Cervantes en 2010,
académica y una de las grandes autoras de la posguerra, ha fallecido este
miércoles en su domicilio de Barcelona a un mes de cumplir 89 años. Hace
sólo unos meses, fue la encargada de entregar la última edición del premio Nadal en su
ciudad, donde había nacido el 26 de julio de 1925.
La literatura realista, fantástica e infantil fueron
las tres vertientes que caracterizaron su obra con un estilo de aparente
sencillez que escondía la complejidad del ser humano. Matute acababa de
entregar a la editorial Destino su nueva novela: Demonios familiares,
prevista para septiembre.
"Su papel fue relevante en la posguerra desde el
punto de vista sociológico, por su condición de mujer que jugó un papel
importante al abrirse paso en un mundo machista, y literario al reflejar la
realidad a través de líneas duras y poéticas con dosis de ironía", asegura
Emili Rosales, editor de Destino.
La tercera mujer que ganó el Cervantes fue capaz como pocas, como
pocos, de imbricar en su escritura las indispensables dosis de realismo con un
irrenunciable hálito de lirismo. Matute llevó a las librerías novelas de la
dimensión de Los Abel (1948), Pequeño teatro (1954, premio
Planeta), El río (1973), Olvidado Rey Gudú (1996) y Paraíso
inhabitado, su última novela. Con Primera memoria había ganado en
1959 el prestigioso Premio Nadal.
La traviesa niña Ana María Matute se portaba mal
exprofeso para que su madre, en vez de llamarla por el apelativo familiar de
Totitos, gritara su nombre real a más no poder y la encerrara en el cuarto
oscuro de la casa. Allí, en la falta de luz más absoluta, aguzaba su
imaginación, en la que aparecían sobre todo duendes y reyes y niños encantados
amigos de hadas con los que forjaría una de las imaginaciones más potentes de
la literatura española de postguerra.
Empezó rápida a sacarle rédito a la riqueza de su
mundo interior. Nacida en Barcelona en 1925, a los cinco años recordaba haber
escrito ya un relato. Se trataba de un niño que llevaba un vestido muy muy
largo y al que un duende ayudaba a ajustar; pero entonces, ya ajustado, el niño
crecía y la vestimenta quedaba corta… Su cabeza estaba a punto de estallar con
tanta historia de los Andersen, Grimm y Perrault, los grandes clásicos, y con
las de las criadas, alas que oía escondida debajo de las tablas de planchar.
Por eso a los 17 nacía su primera novela, Pequeño teatro, que tardaría
mucho tiempo (algo habitual en su manera de trabajar) en dar por acabada y ver
publicada, nada menos que como premio Planeta, en 1954. Era la confirmación de
un aviso que dio ya con Los Abel, que aparecía en 1948 y que quedó
finalista del premio Nadal.
Marcada especialmente por los recuerdos de las bombas
de la Guerra Civil, episodio que reflejó siempre desde la mirada infantil
porque quizá nunca tuvo otra, sus problemas matrimoniales (se casó en 1952 con
el escritor Eugenio de Goicoechea) marcaron tanto su vida como su obra
literaria. En este segundo aspecto, la trayectoria fulgurante de una de las
mejores voces de las letras españolas de postguerra, que ya llevaba consigo el
bagaje del Premio Café Gijón por Fiesta al noroeste (1952), galardón al
que siguieron los Premios Nacional de Literatura Miguel de Cervantes y de la
Crítica por Los hijos muertos en 1959 (el mismo año en que consiguió el
Nadal por Primera memoria, se frenó. No poder ver a su hijo sólo los
sábados y no obtener su custodia hasta que Juan Pablo no alcanzó los 10 años
después, lo marcó todo, en especial un proceso de divorcio, algo inaudito en la
machista y retrógrada España de los 60. El resultado fue que tomó la decisión
de irse a EEUU como lectora. Ello explica que en la Universidad de Boston esté
hoy buena parte de su legado literario.
Su vida y su obra estuvieron
marcadas por los recuerdos de las bombas de la Guerra Civil, episodio que
reflejó siempre desde la mirada infantil porque quizá nunca tuvo otra, y sus
problemas matrimoniales (se casó en 1952 con el escritor Eugenio de Goicoechea)
Fue trampeando su situación personal porque, a pesar
de todo, fue una mujer dura, a partir de un intenso compromiso personal en lo
moral y en lo profesional, Matute nunca ocultó sus preferencias intelectuales e
ideológicas. En una entrevista con este diario realizada el pasado verano,
confesaba: "Yo siempre he sido de izquierdas, pero no comprometida con
ningún partido. Lo que aspiro es al deseo de justicia y a que no me engañen.
Ingenua, inocente, soy, pero tonta, no". También se superó en lo literario
y con más éxito del que las circunstancias hacían prever. Así, en 1962 cosechó
el Fastenrath de la Academia de la Lengua con Los soldados lloran de noche y
en 1965 se alzó con el Premio Nacional de Literatura Infantil Lazarillo por El
polizón de Ulises. En los ochenta fue distinguida con el Premio Nacional de
Literatura Infantil por Sólo un pie descalzo (1984), tras la que siguió
un angustiante silencio motivado por una fuerte depresión de la que no estaba
muy alejado el alcohol.
Una fuerza de superación notabilísima, su riqueza interior
sin igual y el apoyo de su círculo más cercano, sobre todo de su hijo y del
staff de su agencia, Carmen Balcells, hizo que lentamente remontara. El año
mágico fue 1996, cuando coincidieron la edición de su majestuoso Olvidado
Rey Gudú, bello cuento de hadas que se convirtió en una de sus obras de más
éxito y, sin duda, la volvió a poner en primera línea en las librerías, y su
elección como miembro de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el
sillón “K”, institución en la que ingresó dos años después con un discurso muy
de su mundo fantástico, En el bosque. Se convertía así en la tercera
mujer en ocupar una silla en la alta cámara de la lengua.
Fue un renacer. Aranmanoth (2000), otra obra de
corte medieval y, sobre todo, la edición dos años después de sus Cuentos de
infancia, recopilación de nueve cuentos e ilustraciones que Matute escribió
cuando tenía entre cinco y catorce año, parecieron quitarle, como ratificó el
Premio Nacional de las Letras Españolas en 2007. Ni su hospitalización, en febrero
de 2008 a consecuencia de una fractura de tibia, frenó su ansia escritora,
entonces centrada en la hasta ahora su última novela, Paraíso inhabitado.
La culminación a todo llegó hace tres años, en 2010, cuando obtuvo el Premio
Cervantes. “La Literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis
tormentas”, reconoció, como gran verdad de su vida, en el discurso de
aceptación.
En 1996 volvió a la primera página.
Fue el año mágico en que coincidieron la edición de su majestuoso Olvidado
Rey Gudú, bello cuento de hadas que se convirtió en una de sus obras de más
éxito y su elección como miembro de la Real Academia Española de la
Lengua para ocupar el sillón “K"
Desde entonces fue arrastrando, por culpa de los
inevitables achaques de la edad que aun así no le impidieron entregar el pasado
enero la última edición del premio Nadal, una nueva novela Demonios
familiares, que entregó a su editor, Emili Rosales hace poco y que Destino
publicará en septiembre. En verdad, con ella se va uno de los últimos escritores
esenciales de los años 40 y 50, en especial mujeres, tras la muerte de autoras
como Carmen Laforet, Ana María Moix, Esther Tusquets y Carmen Martín Gaite.
La ya novela póstuma transcurre en 1936, inicio de la
Guerra Civil, y está protagonizada por una joven en un mundo de amor, traición
y sentimientos confusos. El escenario es una ciudad castellana. Una obra, dice
su editor, "en la cual ella trabajó animadamente". Aunque dijera que
“nunca ha escrito una sola línea autobiográfica”, la mayor parte de sus obras
no estrictamente fantasiosas tiene jirones de su piel y de esas historias que
le contaba a Gorogó, su muñeco de tez negra que, pacientemente hasta ayer
mismo, fue desde los cinco años el primer receptor de su imaginación ya
inmortal.
“Algunas noches el Coronel oía llorar a un niño en la
oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería, puesto que hacía muchos años
que en la casa no vivía ningún niño. Solo quedaba, en la mesilla de noche de
Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente y errática ?quién sabía
ya si de Madre o del niño?, flotando en la noche, como una luciérnaga alada.
Ahora sus recuerdos, incluso los tenebrosos fantasmas de la campaña de África,
se parecían cada día más a desperdicios, lo que queda, migas de pan en el
mantel, de un antiguo festín. Pero su memoria recuperaba una y otra vez la
imagen de Fermín, su hermano mayor. Encerrado en su marco de terciopelo malva,
vestido de marinero, apoyado en un aro de madera, y siempre niño. Como un fantasma
recurrente ¿"qué raro, es mi hermano mayor, pero yo tengo más años que
él"?, persistía allí, nadie lo había quitado de la mesilla, ni aun cuando
Madre ya no estaba, hacía años que él se había casado, había nacido su hija, y
Herminia, su mujer, había muerto...”