Fallece a los 74 años años uno de los poetas más importantes del español. Recibió el premio Cervantes y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2009
El poeta mexicano José Emilio Pacheco ha muerto este
domingo en la Ciudad de México. El escritor, de 74 años años, fue hospitalizado
en la tarde del sábado."Se fue tranquilo, se fue en paz", ha dicho su
hija Laura Emilia Pacheco, encargada de confirmar la noticia.
Poeta, narrador, ensayista y traductor, era un hombre
sencillo. La imagen pública de José Emilio Pacheco (Ciudad de México 1939-2014)
era la de un poeta sin pretensiones. Cuando recogió el Premio Cervantes en 2010 en España hizo un
comentario sobre eso que se andaba diciendo de que él era uno de los mejores
poetas latinoamericanos. “Pero si ni siquiera soy uno de los mejores de mi
barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan Gelman?”.
Los dos vivían en el barrio de la Condesa, en México
DF. Últimamente apenas se veían porque estaban ambos ya bastante achacosos como
para andar de caminata por una ciudad tan apabullante. En abril se vieron en la
presentación de un libro. Pacheco le dijo a Gelman: “Te vería más si vivieras
en Buenos Aires”.
El poeta argentino se adelantó unos días a su amigo
José Emilio Pacheco en dar el paso al otro mundo. Falleció a los 83 años el pasado 14 de enero. Dos
semanas después, toca despedir a Pacheco, otro de los grandes poetas
latinoamericanos de las últimas décadas. El escritor Carlos Fuentes, otro de
los grandes de las letras en español, escribía así sobre él en 2009: “Su obra
es una obra universal, y participa de la gloria de las letras de todos los
tiempos”.
Pacheco era un ídolo discreto en México. Aparecía
poco, pero era una figura siempre presente en el altar de los devotos de la
literatura. Uno de sus poemas, Alta Traición, era, es, será una de las
máximas referencias de la cultura mexicana para entender a su propio país y a
los sentimientos contradictorios que genera en muchos mexicanos.
No amo mi
patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Pacheco estudió Derecho y Filosofía en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Fue traductor de autores ingleses (Tennesse
Williams, T. S. Eliot…), colaborador de prensa, ensayista (El derecho a la
lectura, 1984; La hoguera y el viento, 1994), escribió cuentos como La
sangre de Medusa (1955), El viento distante (1963) o El principio
del placer (1973) y novelas como Morirás lejos (1967) y Las
batallas en el desierto (1981).
Pero su género fue la poesía, o, como escribió una vez
Carlos Monsiváis con su ironía: “José Emilio Pacheco, poeta, narrador,
periodista cultural, traductor, antologador, dramaturgo ocasional, es, sobre
todo un poeta”. Gran parte de su obra poética está recogida en el volumen Tarde
o temprano (Poemas, 1958-2000), editado por el mexicano Fondo de Cultura
Económica.
Para José Emilio Pacheco la escritura era su ser. “La
lengua en la que nací constituye mi única riqueza”, dijo en 2010 cuando recogió
el Cervantes.
Antes de eso, en una entrevista con este periódico en
2009, decía sobre el efecto íntimo de hacer una buena frase: “Uno se siente muy
satisfecho, sí, eso sí”. El hombre que componía versos excelentes no era de
puertas para afuera un orador epatante. Decía palabras normales, humildes, como
su presencia de señor tranquilo de pelo blanco y gafas cuadradas. Colaborador
del semanario Proceso, en esa publicación durante décadas su columna Inventario
se convirtió a un mismo tiempo en una brújula para orientar a la sociedad
mexicana.
La escritora Elena Poniatowska, que ganó el Cervantes
el año pasado, escribió esto en EL PAÍS cuando se lo dieron cuatro años antes a
su admirado Pacheco. “Siempre espero ansiosa el regreso de José Emilio. Me hace
falta. En torno a él, el aire se vuelve cálido, familiar, verdadero. No hace
frases solemnes, no excluye a los otros, los estudiantes lo rodean, las
muchachas se enamoriscan de él, no fabrica una capilla, no trata de apantallar
con su presencia, sus comentarios son caseros: ‘Creí que iba a perder el tren’,
‘no encontré taxi’…”.
Otro detalle que definió la incompatibilidad
sustancial de Pacheco con el boato ocurrió en la entrega del Cervantes. Al
premiado se le cayeron los pantalones al entrar en el claustro de la
Universidad de Alcalá de Henares. Al acabar el acto dijo que nunca se había
vestido “de pingüino” y que no tuvo en cuenta que hubiera sido bueno ponerse
unos tirantes.
Aquel fallo de protocolo hubiera sido de pena capital
en el México encorsetado y grandilocuente de su infancia; un México que
describió magistralmente en Las batallas del desierto:
La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos
inmensos, retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con
Miguel Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación
pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno
de castigos: Debo ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis
padres y con mis maestros. Nos enseñaban historia patria, lengua nacional,
geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las
montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los
cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de
gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin
límite de unos cuantos y la miseria de casi todos.
(Fuente;
EL País 27/01/2014)
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